Las sociedades europeas posmodernas han estado sometidas durante la última década a numerosos choques económicos y emocionales que han puesto en cuestión no sólo la forma de vida europea, sino igualmente los valores que la sustentan y las propias estructuras de la gobernanza en Europa. El otrora sueño del gran proyecto europeo no ha sido dinamitado por ningún factor o actor externo, sino por fuego amigo, esto es, desde las filas del territorio europeo. El auge de los populismos, los nacionalismos y la emergencia de los movimientos y partidos de la extrema derecha son un cáncer que se extiende por el continente. La llegada de Donald Trump a la presidencia de los EEUU, ha venido a abrir un nuevo frente, el transatlántico, en un momento en el que las energías están puestas en contener y gestionar las incertidumbres de un Brexit que no acaba de llegar pero que desgasta enormemente al conjunto de la Unión.
Asistimos a una compleja realidad que socava los cimientos de Europa y pone en riesgo su viabilidad política, económica y social alimentando la sensación de incertidumbre y miedo al futuro. La llegada de un nuevo equipo dirigente al frente de las instituciones europeas, quizás sea una oportunidad para sacudir la adormecida Unión Europea apoyándose en dos pilares fundamentales de su acción política, la apuesta decidida e inequívoca por la Europa verde y digital. La innovación han sido uno de los grandes motores del crecimiento económico y la creación de empleo en nuestras sociedades, y de nuevo constituye una oportunidad. Pero atención, suele crear igualmente ganadores y perdedores entre las ya maltrechas clases medias y populares.
La disrupción tecnológica golpea a muchos sectores económicos y sociales, comprometidos o en transición hacia nuevos y desconocidos escenarios. Una realidad que obliga a las empresas a replantearse prácticamente todo para no quedarse obsoletos. Millones de ciudadanos ven transformarse a la velocidad de vértigo el mundo conocido para adentrarse en una nueva terra incognita de nuevos desafíos para los que no se sienten preparados ni acompañados. Sin apenas tiempo para digerir el tsunami económico de la crisis financiera de la última década, una nueva disrupción digital y climática viene sacudir su ya maltrecha estabilidad, espoleada por las nuevas generaciones de jóvenes que con la activista Greta Thunberd y su movimiento Friday for future a la cabeza, exigen medidas concretas e inmediatas para dar un paso adelante hacia la descarbonización de la economía global.
El Parlamento europeo declaraba semanas antes de la Cumbre de la ONU sobre cambio climático que se celebra en Madrid -la COP25- , la crisis climática y exigía que Europa lidere un “pacto verde” a nivel global, más conocido como el Green New Deal, inspirado en el movimiento político generado y liderado por algunas figuras políticas de los demócratas de los EE.UU. La flamante nueva presidenta de la Comisión Europea, la alemana Ursula von der Leyen, hacía suya la propuesta, y presentaba en el marco de la COP25 este nuevo Green New Deal o nuevo ‘pacto verde’ europeo para alcanzar la neutralidad climática y reactivar la economía desde una perspectiva que relegue el uso de los combustibles fósiles. Un ambicioso plan que tiene como objetivo lograr la transición ecológica de la economía europea y hacerlo con un gran paquete de iniciativas legislativas y nuevos mecanismos e inversiones para lograr tanto el actual objetivo de alcanzar tanto el 50% de recorte de emisiones en 2030, como los ambiciosos objetivos para conseguir la neutralidad climática -cero emisiones- en 2050.
Apostar por una economía digital y baja -o neutra- en carbono, tiene un enorme potencial de generación de valor y constituye una interesante oportunidad de nuevos negocios y mercados para los europeos. Sin embargo, este nuevo paradigma viene a ahondar en la herida de la realidad económica y social de muchos territorios. La digitalización está generando nuevos ganadores y perdedores, concentrando la riqueza y los empleos mejor remunerados en los ecosistemas de la innovación, generando nuevas desigualdades entre territorios. La transición hacia una Europa verde y digital no es una cuestión tecnológica o financiera, es igualmente una cuestión altamente sensible desde el punto de vista político y social. Tiene que ver tanto con las ideas como con las emociones. Requiere de un rediseño de las políticas públicas mediante nuevas formas de deliberación con la participación activa de las instituciones más próximas a los ciudadanos y de las empresas para preservar la cohesión social y territorial.
Es por ello, que una de las claves del éxito de esta nueva Europa verde y digital no se juega en Bruselas ni en el seno de los gobiernos de los Estados, sino en las ciudades y el territorio. Debemos cuidar al detalle que los ciudadanos de ciertas ciudades y territorios no se vean condenados a la decadencia o la irrelevancia, generando y alimentando el sentimiento de frustración y rabia contra un nuevo mundo que no acaban de comprender. Los grandes planes y declaraciones tienen que ir acompañados de nuevas formas de gobernanza que permitan a las instituciones más cercanas al territorio encontrar respuestas y ofrecer nuevas oportunidades ante la creciente complejidad de nuestras sociedades. Si fallamos de nuevo en ello, la consecuencia será el aumento de la revuelta contra las élites tradicionales, alimentando los movimientos populistas o xenófobos que ya tienen posiciones consolidadas a lo largo y ancho de la UE. No se trata tanto de proteger los sectores, empleos o las industrias obsoletas, sino de cómo ofrecer alternativas, orientación, formación y un relato comprensible a las personas para que sigan teniendo la oportunidad de sentirse dentro del sistema.
Los grandes relatos sobre nuevos planes para la digitalización de Europa o de las multimillonarias inversiones verdes, requieren igualmente una nueva narrativa y ética que se haga cargo del estado de ánimo de la gente. Necesitamos que los ciudadanos hagan suyo el objetivo y el relato de esta nueva transición digital y ecológica para que sean los actores de la construcción de las nuevas coherencias que requiere Europa y hacerlo sostenible tanto desde lo político, lo económico como en lo social. Eso pasa ineludiblemente por reconocer y empoderar el papel de las ciudades y de los gobiernos locales como actores centrales de ese proceso de transición digital y ecológica.
La Unión Europea ha demostrado ampliamente que es una potencia declarativa. El reto hoy es pasar del storytelling al storydoing, esto es, pasar de las narrativas y los relatos a las acciones. Para ello será necesario construir nuevas y amplias complicidades y coaliciones que desbordar los límites de las instituciones. Bruselas debe apostar por una ambiciosa estrategia de presencia en el territorio. Si no recuperamos el espíritu de un proyecto europeo unitario pero descentralizado que trabaja con cultura de red, que gestiona bien la complejidad y la pluralidad, la Europa verde y digital será más bien un eslogan que una realidad.
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